Después de algunos
años he vuelto a Granada, la ciudad de una parte de mi infancia y adolescencia.
Tiene razón quien
afirma que las vivencias de la época en que se forma tu personalidad, te marcan
de una forma especial. Los años de Granada y los primeros (en
Roses y Girona) en una Catalunya pre democrática, han configurado, sin duda, mi
visión del mundo.
Puedo estar
muchos años sin ir a Granada, sin echarla a faltar, no tengo allá ningún referente
afectivo ni familiar, mi relación no es con la gente, que me tratan como a un
turista más, por mucho que pretenda recuperar un acento que no sé si he tenido
nunca. El objeto de mi atracción es la
ciudad o mejor, una mezcla de la ciudad
de mi adolescencia y la actual.
Creo que no es
una afirmación interesada decir que Granada es la ciudad (de sus dimensiones) más
atractiva que conozco, con ese componente mágico que tienen pocos lugares del
mundo.
La ciudad menos
conocida, trufada de monumentos renacentistas y barrocos, la Cartuja, la
excesiva catedral, la magnífica capilla real y el barrio colindante… la plaza
Bib rambla.
El recorrido
desde la plaza Nueva, santa Ana, carrera del Darro hasta el Paseo de los
tristes. El triángulo de la calle Elvira y la Calderería Nueva y Vieja, hoy
repletas de teterías en una ocupación pacífica de magrebíes. El mágico Albaicín
y el mirador de San Nicolás. La indescriptible montaña de la Alhambra y el
Generalife. Es difícil recordarlo sin emoción.
Sólo por poner
una pega, producto sin duda de la globalización del comercio: ha desaparecido
la actividad artesanal local, activa en otras épocas, el cobre, el damasquinado,
la bisutería, el textil, incluso la cerámica, han sido sustituidas por
productos estandarizados y en apariencia de un mayorista común.
Me gusta tener el
privilegio de sentir a Granada como una cosa propia.
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