Situémonos en 1977. Se han celebrado las primeras elecciones democráticas en España, con el régimen de Franco de cuerpo presente. Por si alguien no lo sabía, durante aquellas elecciones todavía estaba vigente la prohibición a las emisoras privadas de dar otra información que la suministrada por los boletines de Radio Nacional de España. Inicialmente pensadas para consolidar un régimen posfranquista al gusto de Suárez, el resultado de las elecciones, con un peso importante del Partido Socialista, de la izquierda y de los nacionalismos periféricos, hizo que se impusiera lo obvio: que aquellas Cortes tenían que ser constituyentes.En aquel clima de precariedad institucional, con la vieja legalidad todavía vigente y con permanente ruido de sables en los cuarteles, se empezó a pactar la Constitución. Fue, por supuesto, un pacto entre los partidos parlamentarios, pero fue también, de alguna forma, un pacto con las nacionalidades históricas. Sin la reivindicación nacional de Cataluña y de Euskadi nadie habría oído hablar nunca del Estado de las autonomías. Fue para encontrar acomodo a éstas que se montó todo el edificio. Puede discutirse si la evaluación de las fuerzas de cada uno fue acertada o si se utilizó con habilidad la amenaza golpista para rebajar las exigencias periféricas. Pero hubo negociación sobre los términos en que Cataluña, el País Vasco y Galicia tenían que articularse con el Estado. Y la expresión de raíces estalinianas "nacionalidades" fue un eufemismo que se utilizó para evitar la palabra nación, pero sabiendo todas las partes que a ella se refería.
Este mismo año se produjo la negociación entre el presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas, y el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, que terminó con el retorno del líder republicano y la restauración de la institución catalana, antes de que el proceso constituyente se completara, es decir, de que la Constitución y el Estatut establecieran el lugar de Cataluña en el Estado. Fue el único gesto de ruptura democrática que se produjo en la transición, la única señal de entronque con la vieja legalidad republicana. Después de la Constitución se aprobó el primer Estatut, en cierto modo culminación del proceso constituyente.
Hubo pues, de diversas maneras y en diversas fases, negociación política entre Catalunya y España. Y fue un elemento determinante de los pactos de la transición. No tuvo, obviamente, la forma jurídica de la negociación entre naciones, como tampoco se plasmó en un tratado entre dos países, sino en una Constitución que es española. Todos sabemos dónde estábamos y de dónde se venía. Pero es legítimo entender que se selló un pacto que contenía en sí mismo la posibilidad de que con el tiempo las partes lo renovaran.
El paulatino ingreso en lo que debía ser la normalidad institucional -sacudida por la fiebre golpista de principios de los ochenta- fue consolidando el mito del carácter intocable de la Constitución. En los primeros tiempos, toda prudencia era poca. Se oían todavía los últimos resuellos del franquismo y el fracaso de los pocos intentos democráticos habidos en España justificaba esta prevención. Pero a medida que el mito del consenso se desvanecía y la confrontación democrática adquiría niveles de normalidad, la mitificación de la Constitución creció, probablemente porque todo el mundo sospechaba que era imposible cerrar los acuerdos básicos que un cambio de este tipo exigiría. Con la llegada al poder del PP se alcanzó una nueva fase: el fundamentalismo constitucional, resultado de la conversión del presidente Aznar, que, en los setenta, se había mostrado públicamente contrario a la Constitución.
Han pasado 30 años y han desaparecido casi todos los riesgos de desestabilización de la democracia y, sin embargo, la Constitución sigue siendo intocable, de modo que la democracia española está bloqueada por la incapacidad de hacer evolucionar el marco fundacional, como ocurre en cualquier país democrático de calidad. Como ha explicado en la revista Claves Pedro Cruz Villalón, que fue presidente del Constitucional, el TC sufre los efectos colaterales "de la asombrosa inactividad del poder de reforma constitucional, que se ha convertido incluso en uno de los rasgos singulares del sistema constitucional", y que le obliga a una brega con asuntos políticos candentes que no corresponderían a los jueces sino a los políticos, al poder legislativo.
Y es así que el TC se encuentra ahora teniendo que aceptar o rechazar un pacto elaborado -con triple sistema de seguridad- entre el Parlamento catalán que propuso, las Cortes españolas que dispusieron y la ciudadanía de Cataluña que validó. Puede que no sea técnicamente un pacto entre dos naciones. Pero es el resultado de la negociación, por quienes tienen competencia para hacerlo, entre unas demandas de Cataluña y unas exigencias de España. Un Estatuto tirando a gris, que es inevitablemente el color de todo texto legal que ha sufrido un largo manoseo negociador, pero que ha sido aceptado por las dos partes y ratificado en referéndum por la ciudadanía catalana. ¿Es misión de un Constitucional rectificar un acuerdo de este tipo? Incluso un acérrimo defensor del control judicial de la constitucionalidad, como es John Rawls, reconoce que en estos casos "la cuestión debe ser considerada por los propios ciudadanos democráticos".
Naturalmente, la negación de cualquier forma de pacto político entre Cataluña y España puede convenir tanto a los unionistas como a los independentistas. Porque, ciertamente, si no hay pacto no hay nada que discutir. Lo que en boca del unionista significa que la legalidad se impone, la palabra del Constitucional es definitiva... y aquí no pasa nada. Y si pasa algo, que actúen las autoridades. Y, en boca del independentista, reduce el problema a dos opciones: sumisión o rebelión. Naturalmente, los primeros piensan que las bajas pulsaciones políticas de las masas de la sociedad de la indiferencia son la mejor garantía de que el Constitucional se pronunciará y no pasará nada: todo seguirá como siempre. Los segundos, confían, en cambio, que la ciudadanía catalana suelte su espíritu de rebeldía si cunde la sensación de que el pacto se rompe y se deja a Cataluña sin salida.
De modo que no es extraño que los partidos que buscan la centralidad política en Cataluña reclamen el respeto por el pacto político, por una u otra vía. Y duden de la buena voluntad de la mayoría parlamentaria española que aprobó el Estatuto, cuando ninguno de sus dirigentes -empezando por el presidente del Gobierno- ha mostrado entusiasmo alguno en su defensa. Con lo cual es lícito sospechar que contaban con el trabajo de poda complementaria del Constitucional. Es decir, se alcanzó un pacto político sacrificando buena parte de la propuesta inicial que vino de Cataluña, en aras al entendimiento, y la otra parte, el Gobierno socialista y su grupo parlamentario, da señales de manifiesta deslealtad.
Dicho de otro modo, sobre la base de la idea de pacto puede que haya cierto camino por recorrer. Si la hipótesis de un pacto evolutivo es imposible probablemente entremos en una dimensión desconocida, hasta que el marco europeo pueda dar la solución que España no ha querido o no ha podido encontrar.
Algunos juristas y algunos medios de comunicación tienden a confundir la legalidad con la realidad, como si lo que la ley no autoriza no existiera, por lo menos hasta que la ley cambie. La ley regula la realidad, pero no la sustituye. Por mucho que diga la Constitución, no hay ley que pueda negar que una amplia mayoría del Parlamento catalán considere que Cataluña es una nación. En la inserción de Cataluña en España hay un problema. Dejarlo todo a lo que decida el Constitucional es una forma de negarlo. Y confiar en el triunfo de la desidia es un error, porque siempre hay un momento en que la acumulación de agravios hace masa crítica.
En los primeros tiempos de la democracia, el pasado reciente operaba como un superego que frenaba las iniciativas arriesgadas. Ahora, cuando hay muchas menos razones para el miedo, si el pacto político del Estatut se frustra y no se encauza por otras vías, el independentismo se consolidará en Cataluña y el riesgo de polarización será alto. Y probablemente el PSOE en España y el PSC en Cataluña sean los que se lleven la peor parte.
Este mismo año se produjo la negociación entre el presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas, y el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, que terminó con el retorno del líder republicano y la restauración de la institución catalana, antes de que el proceso constituyente se completara, es decir, de que la Constitución y el Estatut establecieran el lugar de Cataluña en el Estado. Fue el único gesto de ruptura democrática que se produjo en la transición, la única señal de entronque con la vieja legalidad republicana. Después de la Constitución se aprobó el primer Estatut, en cierto modo culminación del proceso constituyente.
Hubo pues, de diversas maneras y en diversas fases, negociación política entre Catalunya y España. Y fue un elemento determinante de los pactos de la transición. No tuvo, obviamente, la forma jurídica de la negociación entre naciones, como tampoco se plasmó en un tratado entre dos países, sino en una Constitución que es española. Todos sabemos dónde estábamos y de dónde se venía. Pero es legítimo entender que se selló un pacto que contenía en sí mismo la posibilidad de que con el tiempo las partes lo renovaran.
El paulatino ingreso en lo que debía ser la normalidad institucional -sacudida por la fiebre golpista de principios de los ochenta- fue consolidando el mito del carácter intocable de la Constitución. En los primeros tiempos, toda prudencia era poca. Se oían todavía los últimos resuellos del franquismo y el fracaso de los pocos intentos democráticos habidos en España justificaba esta prevención. Pero a medida que el mito del consenso se desvanecía y la confrontación democrática adquiría niveles de normalidad, la mitificación de la Constitución creció, probablemente porque todo el mundo sospechaba que era imposible cerrar los acuerdos básicos que un cambio de este tipo exigiría. Con la llegada al poder del PP se alcanzó una nueva fase: el fundamentalismo constitucional, resultado de la conversión del presidente Aznar, que, en los setenta, se había mostrado públicamente contrario a la Constitución.
Han pasado 30 años y han desaparecido casi todos los riesgos de desestabilización de la democracia y, sin embargo, la Constitución sigue siendo intocable, de modo que la democracia española está bloqueada por la incapacidad de hacer evolucionar el marco fundacional, como ocurre en cualquier país democrático de calidad. Como ha explicado en la revista Claves Pedro Cruz Villalón, que fue presidente del Constitucional, el TC sufre los efectos colaterales "de la asombrosa inactividad del poder de reforma constitucional, que se ha convertido incluso en uno de los rasgos singulares del sistema constitucional", y que le obliga a una brega con asuntos políticos candentes que no corresponderían a los jueces sino a los políticos, al poder legislativo.
Y es así que el TC se encuentra ahora teniendo que aceptar o rechazar un pacto elaborado -con triple sistema de seguridad- entre el Parlamento catalán que propuso, las Cortes españolas que dispusieron y la ciudadanía de Cataluña que validó. Puede que no sea técnicamente un pacto entre dos naciones. Pero es el resultado de la negociación, por quienes tienen competencia para hacerlo, entre unas demandas de Cataluña y unas exigencias de España. Un Estatuto tirando a gris, que es inevitablemente el color de todo texto legal que ha sufrido un largo manoseo negociador, pero que ha sido aceptado por las dos partes y ratificado en referéndum por la ciudadanía catalana. ¿Es misión de un Constitucional rectificar un acuerdo de este tipo? Incluso un acérrimo defensor del control judicial de la constitucionalidad, como es John Rawls, reconoce que en estos casos "la cuestión debe ser considerada por los propios ciudadanos democráticos".
Naturalmente, la negación de cualquier forma de pacto político entre Cataluña y España puede convenir tanto a los unionistas como a los independentistas. Porque, ciertamente, si no hay pacto no hay nada que discutir. Lo que en boca del unionista significa que la legalidad se impone, la palabra del Constitucional es definitiva... y aquí no pasa nada. Y si pasa algo, que actúen las autoridades. Y, en boca del independentista, reduce el problema a dos opciones: sumisión o rebelión. Naturalmente, los primeros piensan que las bajas pulsaciones políticas de las masas de la sociedad de la indiferencia son la mejor garantía de que el Constitucional se pronunciará y no pasará nada: todo seguirá como siempre. Los segundos, confían, en cambio, que la ciudadanía catalana suelte su espíritu de rebeldía si cunde la sensación de que el pacto se rompe y se deja a Cataluña sin salida.
De modo que no es extraño que los partidos que buscan la centralidad política en Cataluña reclamen el respeto por el pacto político, por una u otra vía. Y duden de la buena voluntad de la mayoría parlamentaria española que aprobó el Estatuto, cuando ninguno de sus dirigentes -empezando por el presidente del Gobierno- ha mostrado entusiasmo alguno en su defensa. Con lo cual es lícito sospechar que contaban con el trabajo de poda complementaria del Constitucional. Es decir, se alcanzó un pacto político sacrificando buena parte de la propuesta inicial que vino de Cataluña, en aras al entendimiento, y la otra parte, el Gobierno socialista y su grupo parlamentario, da señales de manifiesta deslealtad.
Dicho de otro modo, sobre la base de la idea de pacto puede que haya cierto camino por recorrer. Si la hipótesis de un pacto evolutivo es imposible probablemente entremos en una dimensión desconocida, hasta que el marco europeo pueda dar la solución que España no ha querido o no ha podido encontrar.
Algunos juristas y algunos medios de comunicación tienden a confundir la legalidad con la realidad, como si lo que la ley no autoriza no existiera, por lo menos hasta que la ley cambie. La ley regula la realidad, pero no la sustituye. Por mucho que diga la Constitución, no hay ley que pueda negar que una amplia mayoría del Parlamento catalán considere que Cataluña es una nación. En la inserción de Cataluña en España hay un problema. Dejarlo todo a lo que decida el Constitucional es una forma de negarlo. Y confiar en el triunfo de la desidia es un error, porque siempre hay un momento en que la acumulación de agravios hace masa crítica.
En los primeros tiempos de la democracia, el pasado reciente operaba como un superego que frenaba las iniciativas arriesgadas. Ahora, cuando hay muchas menos razones para el miedo, si el pacto político del Estatut se frustra y no se encauza por otras vías, el independentismo se consolidará en Cataluña y el riesgo de polarización será alto. Y probablemente el PSOE en España y el PSC en Cataluña sean los que se lleven la peor parte.
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