
Me he puesto los Lotusse de ante (cada vez me gusta menos lo brillante), los pantalones Dolce & Gabbana, una camiseta de Purificación (hace tiempo que me resisto a las corbatas) y un chaleco de Armand Basi. La tarde es fría y he cogido el abrigo de cachemir de Antonio Miró, de Gonzalo Comellas del passeig de Gràcia.
Me miro de reojo en el espejo y me embarga una cierta sensación de pijo.
He quedado a cenar en una ciudad del cinturón industrial de la periferia de Madrid. Pasan las estaciones... Entrevías, El Pozo, Santa Eugenia...de tan triste recuerdo y compruebo que la gente ya ha superado el miedo a las mochilas...Vuelven a casa con aspecto cansado, poco expresivo y macilento (la luz del vagón no favorece la belleza). La fibra sintética se ha convertido en la prenda universal contra el frío.
Una mujer entrada en los 40 me recuerda a una conocida de Gavà: no es ella, habla con un marcado acento del sur.
Nadie tiene cara de leer El Mundo, La Razón o el ABC, a lo sumo la prensa gratuita.
Intento imaginármelos como enemigos de Catalunya, como expoliadores, como agresores de nuestra lengua y nuestras libertades, pero veo sobrevivientes que no saben donde está Mollerusa o Castellar.
Insisto en la búsqueda, no pueden estar lejos, pero veo gente frágil, más bien triste, algunos incluso de los que siempre me han provocado esa mezcla de congoja, de desasosiego y ternura, compatriotas de un pasado de incertidumbre y afán.
Siento que éstos son los míos y de pronto me siento disfrazado y un poco ridículo: o sigues siendo de izquierdas o te estás volviendo gilipollas.
La cena bien, gente encantadora que propone cava para cenar, que siente una envidia sana por los catalanes, que odia a doña Espe y lamenta la incapacidad de los madrileños para articular una alternativa progresista.
Otro día será, pero hoy he sido incapaz de encontrar a los enemigos.
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