La crisis política ha llegado hasta el Vaticano. E incluso hasta los aposentos papales. Como suele suceder en las crisis políticas serias, con acompañamiento de tormentas y riadas de barro. No es para menos. Afecta a la institución que se considera más sólida y perenne de la historia, una institución que reta a cualquier poder de este mundo en términos de eternidad y santidad. Hay mucha literatura, desde tiempos medievales, sobre monjes libidinosos y curas que aprovechan su poder para obtener favores sexuales de sus feligreses. También la hay, científica y novelística, sobre la promiscuidad homosexual en las instituciones de educación de niños y jóvenes. Pero a pesar de los abundantes conocimientos de la materia que nos da el caudal de la cultura popular, es extremadamente escandalizador que las instituciones a las que las familias católicas han confiado sus hijos hayan permitido, primero, que algunos de sus sacerdotes esclavizaran sexualmente a los jóvenes y, luego, hayan encubierto estos delitos en vez de denunciarlos ante la policía y los tribunales.
Tienen razón quienes argumentan estadísticas en mano para demostrar que no hay más pederastas y abusadores entre los curas que entre los ciudadanos de a pie en general. También la tienen, y eso lo demuestran otros casos de reciente descubrimiento, que se producen en instituciones juveniles no religiosas con la misma frecuencia que en las religiosas (probablemente todo el debate sobre el celibato sólo muy indirectamente puede tener alguna relación). Pero no tienen en cuenta que no se trata de una cuestión cuantitativa: no es el número de curas pederastas católicos lo que causa alarma, sino el número de casos de encubrimiento sistemático por parte de las autoridades eclesiales que acompañan estos casos. En este punto está la sutil y a la vez grave diferencia.
El tratamiento que la Iglesia Católica ha venido dando hasta ahora a este tipo de casos es el de lavar la ropa sucia en casa. Todos los que se están destapando estos días tienen en común que los superiores de los curas delincuentes no atendieron a las denuncias primero y luego cuando se conocieron o fueron denunciados ante la jurisdicción civil correspondiente se convirtieron en sus encubridores. Esta actitud no es meramente individual, sino que responde a la organización institucional de la Iglesia como poder estatal con jurisdicción penal propia y extraterritorialidad. Los crímenes que cometieron sus ministros podían ser juzgados en secreto y sometidos a penas eclesiales, pero nada se establecía en los cánones que obligara a entregarlos a la justicia civil del país donde se habían cometido los delitos.
Probablemente ha sido la vigorosa actitud del actual Papa, Benedicto XVI, ya cuando era el máximo responsable del antiguo Santo Oficio, actual Congregación para la Doctrina de la Fe, la que ha conducido al desvelamiento en cascada de tantos escándalos. En la misma dirección de intransigencia hacia quienes han cometido estos crímenes ha actuado con su carta a los irlandeses. Pero el problema de Benedicto XVI es que hay indicidios de que cuando tenía responsabilidades episcopales se comportó de la misma manera que los otros obispos, mirando hacia otro lado y evitando la denuncia y la separación de los delincuentes. Lo mismo hizo en el caso del Padre Murphy de Wisconsin.
La incoherencia y debilidad de unos y la hipocresía y la impiedad de otros conducen ahora a buscar los culpables en el anticlericalismo y en supuestas campañas anticatólicas, evitando así un examen minucioso de las propias responsabilidades. Es muy fácil culpar a la prensa anglosajona, a los ateos comecuras y a los abogados de Manhattan que defienden a las víctimas.
Todo este debate ha generado uno de los más chistosos sofismas de los últimos tiempos. La culpa de la perversión de estos sacerdotes, una vez más, sería de la izquierda relativista y de Mayo del 68, emblemas donde los haya de un libertinaje y de una permisividad de la que no han podido sustraerse los pobres curas católicos. Para responder al argumento basta con observar como las figuras cardenalicias y papales del Renacimiento, quizás el momento de mayor fulgor y poder de la Iglesia católica, cargados de hijos y amantes, estupradores a veces de sus propios hijos, se han reproducido en la desenfrenada actividad sexual del fundador de los Legionarios de Cristo, el Padre Marcial Maciel.
Fijémonos que estas actitudes de depredadores sexuales y destructores de jóvenes no las encontramos en los humildes curas y monjas de barrio, que atienden a pobres, ancianos, enfermos e inmigrantes, sino en los hombres de poder, en cínicos machos poderosos con sotana que abusan de su situación privilegiada y destrozan las vidas de quienes les rodean y les atienden con la seguridad de que la omertà de sus iguales y la institución en la que hacen carrera y a la que aportan dinero y feligreses les protegerán de inquisiciones ajenas. El Vaticano está bajo asedio, ciertamente, pero quien le asedian son sus propios pecados.
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